En la ONU, Javier Milei no habló como presidente de los argentinos, sino como jefe de una secta ultraderechista. No habló desde los intereses del país y, por el contrario, quebró puentes de alianzas históricas. Habló de Malvinas al pasar, pero adscribió a todos los lineamientos que repudian los países que han acompañado el reclamo argentino por las islas. Y reclamó una alianza dudosa con Estados Unidos e Israel, que han votado contra esa posición argentina.
Pero a Milei le interesaba llamar la atención y despotricar contra las políticas de defensa del medio ambiente mientras se le incendia la provincia de Córdoba, no se sabe si por incendios intencionales o por el cambio climático. La gran mayoría de los cordobeses lo votó, pero no hubo socorro del gobierno nacional en la tragedia porque los dos helicópteros que se utilizaban para incendios fueron regalados a Ucrania.
Antes del discurso circuló la versión de que también hablaría contra la República Popular China, pero la inminente salida de Petronas y el rumor que se difundió previamente de que también abandonaría el país la empresa constructora de las represas de Santa Cruz tuvo algún efecto. China no figuró en su diatriba en la ONU.
Fue un discurso que no se pensó para buscar alianzas o fortalecer intereses nacionales o atraer inversiones. El personaje habló como representante de las fuerzas del cielo en un infierno comunista. Fue un discurso efectista, más a la derecha de los que formuló en el país desde que es presidente. O sea, parecía Milei en campaña.
Y en realidad fue así. El presidente usa a la Argentina como trampolín para su aspiración a convertirse en el principal referente de los partidos de ultraderecha que están surgiendo en Occidente. Igual que Milei, ese fenómeno constituye una expresión indiscutible de la decadencia del mundo occidental y de las ideas que quiere representar.
En ese imaginario mileísta, Argentina pasó a convertirse en una meta menor y llena de complicaciones, en comparación con los discursos en convenciones terraplanistas, reuniones con empresarios con delirio de grandeza, entrevistas con medios internacionales atraídos por el disparate y la farsa y embobado por su mundo preferido detrás de la pantalla, el universo digital, donde se siente rey verdadero.
La foto de la portada del The Wall Street Journal de cuando pegó el martillazo en Wall Street, lo deleitó, lo llenó de alborozo. Pero cualquier editor sabe cómo se eligen las imágenes. Debe haber cientos o miles de todos los personajes mundiales en actitudes ridículas. Pero el editor elegirá siempre la que defina mejor al protagonista.
En este caso, Milei tendría que tener vergüenza por la foto que difundió el diario norteamericano. El editor eligió la imagen donde ostenta más cara de loco. Más allá del diagnóstico que le corresponda, la imagen tiene su propio metalenguaje. Y allí muestran a un señor que es presidente de un país sudamericano cuando revolea el martillo con cara de loco de remate.
Pero así compite en la carrera de jefe de los desaforados, de los que sirven a rajatabla a empresarios exitosos y sus corporaciones. La transgresión está en ser más conservador que sus dueños, en exagerar hasta el infinito la aceptación de la lógica de los explotadores, de los guerreristas y de los que destruyen el medio ambiente. La transgresión reside en la ilusión de ser más extremistas para servir a los intereses que condenan al planeta.