
“No se puede amar lo que tan rápido fuga / Ama rápido, me dijo el sol. / Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino, / a cumplir con la vida: / Yo soy el guardián del hielo.”
José Watanabe, “El guardián del hielo”
Alguien viaja a un funeral, con lujosa comitiva y necesidad diplomática. Se distrae, cual Caperucita, en el bosque de los títulos falsarios y los premios baratija. Llega tarde. Aduce que no era necesario, si lo suyo son los oropeles de los cartones pintados. Una eternidad contra otra. O quizás ese gusto por los papelitos, que lo hace peregrinar por la serie de los premios emitidos con olor a tinta fresca, sea el que se está extendiendo por la ciudad, donde el parque automotor nuevecito hace gala de sus papeles impresos en reemplazo de la contundente chapa patente ¡Para qué gastar en esos utensilios que la humanidad ha inventado, si con un mero papel que cualquiera se puede imprimir, y cambiar a piacere -uno para los días pares, otros para los impares, y por qué no, uno para pistear los fines de semana! Libérrimos de la chapa patente, pero también del horario, esa coartada que ningún liberal anárquico puede aceptar.
Salvo que sea para actuar a la hora señalada. Por ejemplo, aquella que indica que en tal segundo hay que emitir el tuit publicitario. No el que difunde, el que sólo promociona. ¿O era al revés? Se me desequilibra la libriana balanza de tan agitados que son los días. Pero digo: para la estafa siempre hay tiempo, porque el de las finanzas, se sabe, es el del jadeo agitado que no se detiene. Llega tarde pero no siempre, con lo que debemos imaginar que fue detenido en la zona vaticana por algún fantasma que lo predispuso al papelón o le produjo un traspié. ¡Retrasado!, grita la tapa de un diario platense y no se priva del chiste con el cual al susodicho se le vienen endilgando unos y otros menoscabos mentales y psíquicos. Pero se sabe que no es ese el problema, que la locura no nos asusta, sino que espanta la profusa aplicación de la cartilla irracional declarada racional por los poderosos del mundo. O como diría el notable sociólogo -que no logró escapar de la psiquiatrización de su tristeza- Max Weber: una racionalidad muy precisa para hacer las cuentitas y calcular los medios y los fines, pero ninguna pregunta por el sentido final. Así, puede saberse muy bien, con IA de por medio, cuántas oficinas cerrar y personas echar, no para que funcione algo mejor sino para que un país entero, poco a poco, deje de funcionar. Porque están ahí los papelitos reemplazando las chapas patentes, pero también el satélite de ARSAT sin terminar, los científicos compelidos a emigrar, los programas de medicamentos suspendidos. ¡Qué voy a decir que no sepamos! Quieren hacer del tiempo un puro presente: sumergido en la repetición incesante de la timba, en el paso reiterado del scrolleo, sin porvenir ni muerte, porque la muerte ya está acá, ya es ese infinito de la mismidad.
¿Cómo se rasga ese presente? ¿Cómo se produce el destiempo? Salir de ese agobio: imaginar un porvenir. Imaginación que nos anda faltando, es claro. Siempre postergada. Mientras la ultraderecha produce imágenes del futuro que desea: por ejemplo, una Franja de Gaza vaciada de palestinxs y convertida en condominio turístico con torres Trump. Declara, así, que la guerra tiene un sentido y que es el de la expropiación de los lugares de vida y su conversión en zonas rentables. Reino del capital: todo a tus pies. No es necesario ir hasta Palestina, porque eso es lo que se disputa en los desalojos a cada lof mapuche y lo que se promete en cada toma de deudas, la comprensión mercantil del territorio entero. Y por casa, con la imaginación escuálida, malnutrida. Con dificultades, por lo menos para señalar algún tipo de horizonte tentador.
Destiempo es, también, abrir la morosidad de una conversación. Habitar: los espacios de trabajo, las aulas, los barrios, los ámbitos militantes. Habitar, como modo de estar, de sostener, de preservar. No retirarse a la ubicuidad de ese tiempo presente infinito. Habitar es envejecer, advertir lo que se arruina y lo que surge. Esos hechos nuevos en cada espacio. El otro día escuché un precioso alegato de Camila Arbuet Osuna sobre el desánimo en las aulas universitarias. Y pensé: sólo podemos insistir en habitarlas. Con ira y felicidad, con los zapatos gastados de docentes mal pagas. Con la pasión de quien lleva a cuestas unas memorias que son muchas y están vivas. Leer, decía Simón Rodríguez, es hacer vivir lo escrito. Hacer leer, de eso se trata, para que una cultura entera no sea desechada o congelada.
Hace unos días se cumplió un año de la marcha universitaria del 23 de abril. Un día en el que tanta felicidad no cabía en las calles: no solo estábamos allí quienes vivimos con relación a la universidad, sino que estaban muchas personas que sentían que en esa institución se jugaba algo de la vida de todxs. Recuerdo un posteo de Georgina Orellano, la dirigenta sindical de las trabajadoras sexuales, llamando a marchar por las muchas articulaciones comprometidas que la organización tiene con universitarias y por el futuro de sus hijes. Marchamos por nosotres y no sólo por nosotres, como ocurre cada vez que la política acontece. Al año, la universidad más grande del sistema, no se privó de un video tristón, profesionalista y corporativo, en el que agradecía la solidaridad de la gente con ella solita, para que siga dedicándose a formar abogados, arquitectos y médicos. Nada de saberes inútiles, nada de oficios del lazo, nada de construcción de lo común. Cortito y al pie: profesionales y salida al mercado.
No es solo eso la universidad. Aunque sea lo que ellos les da orgullo. Hay universidades en todo el país y en cada territorio construyen una trama de alianzas, una composición de saberes, un pensar común. Cuando el gobierno del presentismo las ataca, también lo hace porque ponemos en juego una idea de porvenir que no se limita a las profesiones, aunque las incluye. Un porvenir que se teje en hondas memorias, en lenguajes y poéticas, en saberes heredados en los que se abren los nuevos. No hay imaginación que insurja sin esas memorias, como no nace nada sin compost previo, sin tierra fértil, sin semillas.
Habitar es, también, reconocer esas ciudades de la memoria. Bajo capas de cansancio, temor, hastío o desánimo, aparecen esas memorias de la felicidad colectiva, de los momentos en que se templó nuestra existencia común con acordes nuevos, con entusiasmos alegres o peleas rotundas. La ciudad de nuestras memorias militantes también está ahí. ¿A la espera de una lectura que las reviva? Quizás. Joselo Bella actúa una obra preciosa: Los habitantes. Narra historias vinculadas a la guerra civil española, cuentos de la derrota republicana, relatos sobre fusiladxs y sobrevivientes, poetas y fantasmas. Porque Los habitantes son muertos que aprendieron a habitar, de modo efímero, otros cuerpos y de ese modo intervenir en el transcurso de la historia. No deja de recordar esa ficción poética, la investigación de Mariana Tello Weiss, publicada bajo el nombre Fantasmas de la dictadura, para narrar esa espectralidad que acontece, sepamos o no explicarla.
Habitar, entonces, la ciudad de nuestras memorias. Con espectros, fantasmas, restos. No para recluirnos en la reiteración de algo acontecido ni en la liturgia de un duelo nunca realizado. No. Sino para producir, también con todo eso, un destiempo. Una intersección en la repetición del presente. Un hiato. Un ejercicio de inactualidad necesaria cuando lo actual es la asfixiante premura de la cripto apuesta y la reducción de todo a papel pintado. Habitar, para hacer un poco de sombra mientras el sol arrecia y el hielo tiembla. A destiempo: no como el que llega tarde porque a todo resta importancia, sino como quien atisba que en una demora se juega la anticipación del porvenir.