La reciente celebración del obispo castrense Santiago Olivera por el fallo de la Corte Suprema que beneficia a represores de la última dictadura militar no es un hecho aislado. Es la punta de un iceberg que revela una profunda y dolorosa grieta dentro del espacio cristiano: la que separa a una iglesia seguidora del mensaje liberador de Jesús de Nazaret de la iglesia que justifica a los represores.
Al brindar su apoyo a quienes fueron encontrados culpables de crímenes de lesa humanidad, Monseñor Olivera no solo ofende la memoria de las víctimas y sus familias, sino que traiciona el núcleo mismo del evangelio. El Jesús de los Evangelios, que proclamó «he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Juan 10:10), es el mismo que identificó su presencia con los presos, los hambrientos y los desnudos (Mateo 25: 31-46). Celebrar a los victimarios es, en una contradicción teológica abismal, ponerse del lado de los que sembraron muerte y secuestro, tortura y desaparición. No se puede ser cristiano, en un sentido evangélico auténtico, sin un compromiso inquebrantable con los Derechos Humanos, porque éstos defienden la dignidad sagrada de cada persona, creada a imagen y semejanza de Dios.
Esta actitud eclesial encuentra un eco siniestro y modernizado en la figura de Gonzalo “Chispa” Sánchez, quien fuera integrante de la patota de la ESMA y actualmente miembro de los «Muertos Vivos», un grupo de represores cercano a La Libertad Avanza. El 22 de octubre comenzaron las audiencias del juicio ESMA IX, en donde se acusa a Sánchez por 193 casos, entre ellos se le incrimina haber integrado el grupo de tareas que secuestró a Rodolfo Walsh. Estuvo más de 20 años prófugo en Brasil, desde donde fue extraditado en 2020. En esa audiencia expresó: “Yo soy pastor misionario de la iglesia evangélica y misionario de la Asamblea de Dios, Ministerio Vida. Actualmente ejerzo mi ministerio aquí en el penal [de Campo de Mayo]. Doy culto los sábados y ejerzo la teología para la iglesia evangélica de Buenos Aires… Mi esposa es diaconisa de la iglesia evangélica de Río de Janeiro…”.
Aquí surge una pregunta incómoda y crucial, dirigida al pastor Sánchez: ¿Asumirá con honestidad el proceso judicial y declarará por cada muerte, cada violación, cada tortura que se le atribuye a él y a sus cómplices?
La conversión religiosa auténtica conlleva el arrepentimiento, la confesión y la reparación. Una fe que no se enfrenta a la verdad histórica de los propios actos es una farsa. Si su fe es genuina, debería impulsarlo no a esconderse detrás de tecnicismos legales o de un discurso pietista, sino a confesar plenamente la verdad, a nombrar a cada víctima, a detallar cada atrocidad. Esta sería la única forma de comenzar un camino de redención real, tanto personal como para una sociedad que necesita desentrañar hasta la última oscuridad de su pasado para poder sanar. Cualquier otra actitud lo ubica, una vez más, del lado de la opacidad y la impunidad, no del lado de la luz liberadora que dice profesar.
La «iglesia de los represores», tanto la de ayer –con su silencio cómplice o su bendición activa a la dictadura– como la de hoy –con obispos que celebran fallos a favor de genocidas y pastores que fueron torturadores–, construye un ídolo. Un ídolo de poder, impunidad y orden sin justicia.
Frente a ella, la iglesia que sigue a Jesús de Nazaret está irrevocablemente del lado de los crucificados de la historia. Es la iglesia de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, de los pastores, curas, monjas y laicos del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH) que arriesgaron sus vidas en la opción por las y los pobres y perseguidos, de las comunidades de base que hoy acompañan a los descartados del sistema. Esta iglesia sabe que la fe sin obras está muerta, y que la obra primordial es defender la vida, la verdad y la justicia.
La disyuntiva es clara: o se está con la vida o se está con la muerte. No hay término medio. El mensaje de Jesús no es neutral. Es un mensaje de liberación para las y los vulnerados y de un juicio severo para los opresores. Cualquier intento de conciliar el cristianismo con la defensa de la tortura, la desaparición o la impunidad no es más que una herejía histórica y teológica que vacía la cruz de su significado y la resurrección de su esperanza.
* Elsa Oshiro y Luis María Alman Bornes son copresidentes del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH).
